Al darme la vuelta para admirar el ábside, vi un aglomerado número de personas que me perseguían y otras personas más que me huían. Yo miraba a los que me perseguían pero no veía ni su rostro ni sus ojos, solo veía las vidrieras, los arbotantes, las cruces altas que parecían herir la piel del cielo tras horadar el vientre de las nubes. Y de pronto se me ocurrió pensar que todas las personas eran los componentes de una orquesta sinfónica y los de un coro de cantores que habían salido de la iglesia, y que todos ellos allí, en medio de la plaza, allí y para mí, estaban interpretando un Réquiem..., un Réquiem piadoso por Franz Kafka.


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